Lo que ocurre cuando crecemos

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Confieso que no tengo imaginación para escribir otra cosa que no sean historias. El tema del que quiero hablaros hoy es producto de otro artículo de El País, Una casa de palabras, que nos acerca a la turbulenta mente de los niños y de cómo los cuentos pueden ayudar a entenderlos mejor.

Yendo un poco más lejos, recuerdo una tira cómica que me dejó muy marcada (y que subiré al blog en cuanto la encuentre). Eran dos viñetas, y en cada una aparecían un autobús con niños y un autobús de ancianos, respectivamente. Los primeros iban saltando y gritando de alegría. Los segundos, quietos y en silencio. ¿Qué nos hemos perdido por el camino?, decía al final. Es como si se hubiera perdido la capacidad de emocionarse y de divertirse. Como si, a medida que vamos creciendo, fuéramos perdiendo energía. ¿Es así como mueren las personas, por falta de motivación? ¿Muere la curiosidad? 

Conforme maduramos, vamos adquiriendo perspectivas diferentes y significados que de niños se ocultaban. Muchas veces esas perspectivas nos alejan tanto que construimos un puente que nos transporta al mundo del estrés y de la prisa, y derribamos el que nos lleva hasta la felicidad. Después de eso, todo es una máquina de efectos encadenados: perdemos la facultad de emocionarnos ante una historia de amor, juzgamos sin ton ni son y empezamos a movernos gracias a nuestras dosis diarias de hipersensibilidad y baja empatía. A veces nos volvemos tan cuadrados, inmersos en nuestras responsabilidades (sobre todo en el "qué dirán") que la imaginación vuela para instalarse en una mente que la pueda aprovechar.

La imaginación también puede morir de inanición incluso antes de que nos demos cuenta. Necesitamos cultivarla para ser un poco menos estirados y mantenernos jóvenes, aunque nuestro cuerpo se acerque lento pero inexorablemente a su propio desenlace.

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