Eloy iba de camino a casa. No era ni media tarde y las nubes, antes oscuras y peligrosas, habÃan dado paso a un sol caluroso. El cumpleaños de Violeta aún duraba, pero él no habÃa sido invitado.
Después de presentarse en su casa, apelando a la compasión que podrÃa aflorar en ella al marginarle y recibir una negativa sólo por ser Eloy Cañas —pues de nada más le conocÃa Violeta—, habÃa vuelto a casa a por su disfraz de pingüino. Iba a demostrarle que era un chico simpático aunque no fuera tan fanfarrón ni jugara al fútbol como Javier.
El disfraz era de pieza única, asà que Eloy se lo puso de abajo arriba, subió la cremallera para ponerse la capucha y bajó la visera que conformaba el pico. AsÃ, oculto en el forro polar, nadie sabrÃa su verdadera identidad.
Cuando volvió a la fiesta y llamó al timbre, le abrieron la puerta sin preguntar quién era el que respondÃa al nombre de Pingüino. Fue un logro entrar en la casa, pero fue todavÃa más increÃble ver que los demás, incluida Violeta, le prestaban atención.
—¡Eh, chico pingüino! ¡Molas!
—¿Dónde te lo has comprado? ¡Quiero uno igual!
—¡Estás invitado a mi fiesta!
Y asà uno tras otro. Le ofrecieron refresco y comida como si fuera el rey de la fiesta, trasportando a la cumpleañera a un segundo plano. Nadie se habÃa fijado en que llevaba zapatillas de deporte ni, bueno, en que no era un pingüino en realidad, pero no parecÃa importarles. De repente era uno más.
Eloy se sentÃa eufórico. HabÃa jugado con otros niños al baloncesto y al pañuelo, y no le habÃan empujado ni una sola vez. Estaba maravillado, asombrado. Quizás al dÃa siguiente podrÃa explicarles que él era Pingüino, y asà acabarÃa con sus recreos de soledad. Sus compañeros no eran tan malos, pensaba, pues ahora se estaban comportando bien. ¡Y todo por ser un pingüino! ¿SerÃa el animal preferido de toda la clase?
No, se dijo, desinflándose como un globo, claro que no. Les habÃa caÃdo bien por ser otro que no fuera Eloy, no por ser un pingüino; cualquier disfraz hubiera valido. Cuando asimiló esta razón, que fue quemándole por dentro hasta sentir que se abrasaba, bajó la cremallera hasta quedar al descubierto.
—¡Violeta! —dijo uno—. ¡Eloy se ha colado en tu fiesta!
Violeta se aproximó a todo correr con los labios fruncidos. Aquel pingüino, que le habÃa robado toda la popularidad en su propia fiesta, ¿era Eloy Cañas? Es decir, ¿Eloy le habÃa hecho ser el segundo plato de sus amigos?
—Fuera. Fuera de aquà —susurró, y todo el mundo la oyó.
—¡No entiendo por qué! —gritó Eloy, cansado y a punto de llorar—. ¿Por qué tengo que marcharme? ¿Por qué soy el único al que no has invitado? ¿Qué diferencia hay entre el pingüino y yo?
—No conozco al pingüino… O eso creÃa —replicó la niña.
—¡Ni a mà tampoco! ¡Y has preferido a un pingüino con zapatillas antes que a mÃ!
Violeta acusó sus palabras, tan cambiante como solo una niña de ocho años podrÃa ser. Eloy, sin embargo, era un volcán en erupción, y siguió hablando.
—Ya no quiero estar aquÃ. Puedes quedarte con el pingüino si tanto te gusta.
Eloy tiró el disfraz a los pies de Violeta y huyó tan deprisa como le permitieron sus pies. De camino a casa pasó frÃo, pero apenas lo notó.
Después de presentarse en su casa, apelando a la compasión que podrÃa aflorar en ella al marginarle y recibir una negativa sólo por ser Eloy Cañas —pues de nada más le conocÃa Violeta—, habÃa vuelto a casa a por su disfraz de pingüino. Iba a demostrarle que era un chico simpático aunque no fuera tan fanfarrón ni jugara al fútbol como Javier.
El disfraz era de pieza única, asà que Eloy se lo puso de abajo arriba, subió la cremallera para ponerse la capucha y bajó la visera que conformaba el pico. AsÃ, oculto en el forro polar, nadie sabrÃa su verdadera identidad.
Cuando volvió a la fiesta y llamó al timbre, le abrieron la puerta sin preguntar quién era el que respondÃa al nombre de Pingüino. Fue un logro entrar en la casa, pero fue todavÃa más increÃble ver que los demás, incluida Violeta, le prestaban atención.
—¡Eh, chico pingüino! ¡Molas!
—¿Dónde te lo has comprado? ¡Quiero uno igual!
—¡Estás invitado a mi fiesta!
Y asà uno tras otro. Le ofrecieron refresco y comida como si fuera el rey de la fiesta, trasportando a la cumpleañera a un segundo plano. Nadie se habÃa fijado en que llevaba zapatillas de deporte ni, bueno, en que no era un pingüino en realidad, pero no parecÃa importarles. De repente era uno más.
Eloy se sentÃa eufórico. HabÃa jugado con otros niños al baloncesto y al pañuelo, y no le habÃan empujado ni una sola vez. Estaba maravillado, asombrado. Quizás al dÃa siguiente podrÃa explicarles que él era Pingüino, y asà acabarÃa con sus recreos de soledad. Sus compañeros no eran tan malos, pensaba, pues ahora se estaban comportando bien. ¡Y todo por ser un pingüino! ¿SerÃa el animal preferido de toda la clase?
No, se dijo, desinflándose como un globo, claro que no. Les habÃa caÃdo bien por ser otro que no fuera Eloy, no por ser un pingüino; cualquier disfraz hubiera valido. Cuando asimiló esta razón, que fue quemándole por dentro hasta sentir que se abrasaba, bajó la cremallera hasta quedar al descubierto.
—¡Violeta! —dijo uno—. ¡Eloy se ha colado en tu fiesta!
Violeta se aproximó a todo correr con los labios fruncidos. Aquel pingüino, que le habÃa robado toda la popularidad en su propia fiesta, ¿era Eloy Cañas? Es decir, ¿Eloy le habÃa hecho ser el segundo plato de sus amigos?
—Fuera. Fuera de aquà —susurró, y todo el mundo la oyó.
—¡No entiendo por qué! —gritó Eloy, cansado y a punto de llorar—. ¿Por qué tengo que marcharme? ¿Por qué soy el único al que no has invitado? ¿Qué diferencia hay entre el pingüino y yo?
—No conozco al pingüino… O eso creÃa —replicó la niña.
—¡Ni a mà tampoco! ¡Y has preferido a un pingüino con zapatillas antes que a mÃ!
Violeta acusó sus palabras, tan cambiante como solo una niña de ocho años podrÃa ser. Eloy, sin embargo, era un volcán en erupción, y siguió hablando.
—Ya no quiero estar aquÃ. Puedes quedarte con el pingüino si tanto te gusta.
Eloy tiró el disfraz a los pies de Violeta y huyó tan deprisa como le permitieron sus pies. De camino a casa pasó frÃo, pero apenas lo notó.